Thomas Mann: De «Muerte en Venecia» a «La montaña mágica»

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Por Jaume Domènech

Escribo estas líneas en momentos difíciles, de los más duros que la humanidad, en su globalidad, se ha visto obligada a afrontar, sin respuesta pronta y eficaz, sin la suficiente generosidad y solidaridad, a pesar de las declaraciones grandilocuentes de los sectores de siempre, herederos, a veces bienintencionados, de la tradición judeo cristiana. Escribo desde mi autoconfinamiento en Barcelona a la Oran de La peste de Camus, lamentando las grandes ausencias, esas que duelen siempre, la persona amada, los viejos amigos que en su día me acogieron en la señorial Brescia.

He escogido, para hablar de la pandemia sin aludir apenas a ella, la obra, o parte de ella, de Thomas Mann (1875-1955), el escritor alemán, premio Nobel 1929, en concreto sus obras Muerte en Venecia, escrita en 1911, y La montaña mágica, publicada en 1924, producto de un trabajo de siete años e inspirada en el viaje que hizo el autor acompañando a su esposa al sanatorio suizo para enfermos de tuberculosis, al que ella debió acudir.

Mann es el cronista de la clase burguesa alemana anterior a la Primera Guerra Mundial, la clase forjadora de los grandes astilleros, de la industria textil, del comercio marítimo, del mecenazgo cultural. Clase que asistirá con estupefacción y horror a los desastres de la guerra, que ningún Goya supo pintar. En Los Buddenbrook, en 1901, Mann retrató a aquella clase; más tarde, a partir de La montaña mágica, se anticipó a la orgía de sangre, muerte y desolación de la Gran Guerra, la que supuestamente iba a terminar con todas las guerras, creencia ingenua de bienintencionados, desmentida pronto, apenas veinte años después.

En Muerte en Venecia, un maduro escritor, agotado física y moralmente, y en plena crisis de creatividad, se instala en el Lido de Venecia, en busca de inspiración. Se llama Gustavo Aschenbachy, llega desde Múnich, ciudad pujante, a Venecia, ciudad decadente, tórrida, no apta para olfatos delicados y, sin embargo, embriagadora. Gusta von Aschenbachy, a pesar de su prestigio de artista, es un antihéroe. Y Mann lo describe sin simpatía alguna: «De mediana estatura, flaco, sin barba y con una nariz extrañamente roma, el hombre tenía esa piel lechosa y cubierta de pecas típica de los pelirrojos”. A todas luces no era de origen bávaro, el autor lo separa del modelo clásico teutón. Con Hitler no hubiese superado el test racial.

Lo que le sucede al personaje en esa playa del Lido, repleta de turistas europeos acomodados, apenas me interesa. El maduro escritor se enamora, y sufre en silencio por ese amor, tumbado en una colorida hamaca y con los ojos perdidos en el gris Adriático. A mí me hubiera gustado que se enamorara de la madre de Tadzio (hermosa Silvana Mangano en la película de 1971 de Lucchino Visconti, no ya la joven campesina de Riso amaro, el film de 1949 de Giussepe de Santis, de muslos de escultura clásica, cuya visión llenó mis noches adolescentes), pero no, Gustav se enamora del hijo, de Tadzio, un efebo andrógino, indiferente y cruel. Y eso abre la imaginación a la ambigüedad sexual, al choque generacional en el amor, el erotismo enfermizo. No me dice mucho la anécdota. Si el recuerdo, en la película de Luchino Visconti, de un Dick Bogarde sublime, tragicómico, muriendo en la hamaca, frente al mar, mientras caen, como lágrimas negras, hilillos de tinte del pelo, que en un patético intento para rejuvenecer, como un nuevo Doctor Faustus (obra del Mann tardío, de 1947), Aschenbachy se ha teñido.

Lo que me interesa del libro apenas se describe en él. Y es (y quizás esto les traiga a su memoria a ustedes hechos de rabiosa –y uso esta palabra con todo el vigor y rigor actualidad–) el silencio cobarde de las autoridades venecianas para no ahuyentar a los turistas de la ciudad ante la epidemia de cólera que la amenaza. Gustav muere. Tadzio, el efebo polaco, obscuro objeto del deseo del viejo escritor (también Mann deseó cuerpos jóvenes, amigos de sus hijos, como se descubrió al publicarse no hace muchos años sus Diarios; jóvenes que quizás pertenecían ya a las sacro santas juventudes hitlerianas), desaparece tal como apareció, huye con su familia, como todo el mundo. La playa se vacía, los hoteles cierran, las góndolas negras forman una macabra reata en dirección a la isla cementerio de San Michele. Fin de la función: los muertos enterarán a sus muertos.

La novela está ambientada en los Alpes suizos.

Otra distinta pandemia afecta a los habitantes enfermos del Sanatorio Internacional Berghof, en Davos Platz, cantón de los Grisones, Suiza: la tuberculosis. Desde Hamburgo Hans Castorp. un joven ingeniero, sano y fuerte, antes de comenzar sus prácticas en los astilleros Tunder & Wilms, fábrica de maquinaria y calderería, decide ir (o deciden por él, ya que el joven es más bien apático y poco alemán, en suma), como en una excursión, hasta Davos, a visitar a Joachim Ziemssen, primo suyo y militar en espera de destino mientras dure su enfermedad, contra la que lucha con valor y energía teutona: modelo de actitud y disciplina de la que se vanagloria, con las consecuencias trágicas que conocemos y lamentamos.

Hans caerá enfermo también y permanecerá años en el sanatorio, se amolda a esa vida, ya muerto su primo, y solo volverá a la llanura obligado a alistarse en el Ejército patrio, ya condenado a una destrucción masiva. Esa es una sinopsis. Están Naphta y Settembrini, tinieblas y luz, pasión y raciocinio, centro de Europa, e Italia, que pelean por llevar al joven a su terreno, Ignacio de Loyola y Benedetto Croce. Y Hans fluctúa entre una y otra orilla, cómodo como es, tan poco germánico. Y solo suelta amarras cuando se enamora de una rusa, espíritu eslavo libre, Claudia Chauchat, que le regala una noche de amor y delirio; ella marchará, aún no curada, en busca de otros horizontes, e inexorablemente, de otros sanatorios. Al final de esa noche, ella le obsequia, como recuerdo, el presente más emotivo y generoso con que se pueda culminar un acto de amor: hablan en francés, porque así creen liberarse del corsé de las lenguas bárbaras, alemán o ruso.

Doncs ce jour la’ Behrens a fait ton portrait transparent! –¡Así que este día el ‘Behrens (doctor del sanatorio) hizo que tu retrato sea transparente!

Mais oui. –Pero sí.

Mon Dieu. Et l’ as-tu sur toi. –Dios mío. ¿Y lo tienes contigo?

Non, je l’ Ai dans ma chambre… –No, lo tengo en mi habitación…

J’ aimerais beacoup mieux voir ton portrait interieur qui est enfermé dans la chambre…

Preferiría ver tu retrato interior que está encerrado en la habitación.

Y ella regala una noche de amor y la radiografía de su pulmón dañado.

Qué hace a La montaña mágica distinta, por ejemplo, a la propia Muerte en Venecia o a La peste, de Camus: en que en una y otra, y en otras que tratan este tema, los apestado, los confinado, se rebelan, no se conforman, quieren huir de ese aislamiento, abrazar de nuevo a los seres queridos que permanecen extramuros ,y sobre todo desean con ansia que la peste acabe, dejar de bailar la danza macabra de la enfermedad.

En La montaña mágica no. Y eso hace más trágico el libro. Los confinados aquí se conforman con su suerte, no desean otra cosa que permanecer juntos allí, en la montaña, al abrigo de las exigencias de la llanura, del compromiso con otros seres humanos. Son tortugas en su caparazón, caracoles lentos que dejan su baba en tierra yerma.

En este tiempo de pandemias y cuarentenas, de esperar con esperanza, recomiendo este autor y La montaña mágica,  obra maestra de la literatura universal.

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Jaume Domènech Ambientalista

Juan José Peralta Ibáñez
Fotógrafo documentalista, fotoperiodismo, naturaleza, video, música

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