¿Quién empuja la historia? La crisis en torno a Venezuela, ¿traerá un desenlace?

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Por Ruperto Concha

Cada uno debe dar según lo que pueda dar. Cada uno debe recibir según lo que necesite. (Carlos Marx, “Crítica al Programa del Congreso de Gotha”)

El sábado 23 de febrero, en Venezuela, el Gobierno de Donald Trump y sus sacristanes del Grupo de Lima quedaron atrapados en su propia trampa y no saben cómo salir de ella. Todo les salió mal. Todo. A pesar del despliegue de vehículos, de los 30 mil invitados con gastos pagados, de los 25 millones de dólares en cosas buenas para repartir, y del concierto festivalero en que los ya viejos Miguel Bosé y el “Puma” Rodríguez trataron de remedar al Woodstock que los hippies realizaron en apoyo al “Vietnam Heroico”.

Y los anuncios terroríficos del asesino Elliot Abrams, del canciller Mike Pompeo y hasta del poco instruido presidente de Chile, de que “Maduro tiene los días contados”, quedaron como meras habladurías:  la “ayuda humanitaria” para Guaidó no pudo pasar la frontera. No se quebrantó la lealtad de las fuerzas armadas venezolanas. La gran ofensiva contra el Gobierno bolivariano, que en ese 23 de febrero pretendía dar por liquidada la resistencia del régimen constitucional, resultó convertida en apenas unos pujos impotentes. El presidente Maduro no cayó. En cambio, el patético Juan Guaidó quedó exhibiendo la indigencia de no tener dónde ejercer su pretendido “poder presidencial por encargo”. Las fronteras de Venezuela quedaron ahora selladas. Se cortaron las relaciones diplomáticas con Colombia, y en Brasil una multitud de productores agrícolas y comerciantes locales rechazan con rabia los pujos de la oposición por embutir ilegalmente los productos que Venezuela necesita y por los que Caracas ofrece pago al contado a los productores. 

¿Cómo va a hacer frente Donald Trump a ese estruendosamente ridículo fracaso? Hasta ahora ni Guaidó ni sus patronos han mostrado algún indicio de plan de acción futura. Sólo nuevas amenazas. Pero el fiasco de Cúcuta no es un accidente aislado.

La geografía estratégica

La última guerra que ganó Estados Unidos fue contra el Japón, en 1945, tras lanzar dos bombas atómicas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki.  En la Segunda Guerra Mundial, la derrota de los nazis fue obra del Ejército Rojo, de la Unión Soviética, que en menos de tres años aniquiló dos tercios de todo el potencial militar alemán. Las siguientes guerras fueron: Guerra de Corea, 1950; que concluyó en un armisticio de empate, con pérdida de un estimado de 80 mil soldados estadounidenses. Luego, la Guerra de Vietnam, que concluyó con una fuga aterrorizada de las fuerzas norteamericanas que se retiraban de Saigón abandonando armamento y equipos militares, además de un inmenso tesoro de oro en cospeles y dólares en billetes. 

Después de esas dos guerras sin victoria, Estados Unidos sólo ha realizado sangrientas incursiones, con enormes pérdidas de vidas civiles y destrucción material: sobre la ex Yugoslavia y después sobre Serbia, a la que arrebató Kosovo. Luego, sobre Somalia, Granada, Panamá, El Salvador, Nicaragua y Haití, y posteriormente las embestidas sobre Afganistán e Irak, que incluyeron ocupación territorial. Finalmente las acciones sobre Libia, Sudán y Siria, esta última terminada en una inocultable derrota.

“En estos momentos lo que queda del prestigio militar de EE.UU. se limita a su capacidad de destrucción y amedrentamiento”

Ahora, tras 17 años de ocupación militar de Afganistán sin lograr suprimir el poder de los rebeldes talibanes, el Gobierno de Donald Trump inició negociaciones de paz directamente con esos supuestos “terroristas”, sin invitar ni informar al Gobierno títere del país. Para los altos mandos militares de EE.UU., esas negociaciones de paz son sólo un maquillaje que mal oculta la derrota. De hecho, mucho más intensos han sido los contactos de las guerrillas talibanes con los enviados de Irán y Rusia.

En Irak, una abrumadora mayoría del Parlamento está exigiendo la salida de las tropas estadounidenses que siguen acantonadas en el país bajo la figura de combatir al terrorismo islámico, aunque en las últimas semanas el propio Secretario de Estado, Mike Pompeo, admitió abiertamente que las fuerzas acantonadas en Irak en realidad tienen como objetivo hostilizar a Irán.

Es decir, en estos momentos lo que queda del prestigio militar de EE.UU. se limita a su capacidad de destrucción y amedrentamiento. Pero, ¿es por ese menguado prestigio bélico que Europa y otros países importantes sienten temor de desobedecer las exigencias de Washington, incluso cuando estas implican servir a los intereses de EE.UU. aun a costa de sufrir pérdidas en sus propios intereses?

Una economía demencial

Tras la Primera Guerra Mundial, la acumulación en EE.UU. de toda la riqueza financiera de Europa provocó un proceso de enorme especulación bursátil, en que la actividad industrial del país del norte inundaba todos los mercados mundiales. Esa actividad de economía especulativa y financiera provocó un aumento de la riqueza monetarizada, que poco tenía que ver con un crecimiento real de la economía firme, basada en la producción de bienes y servicios. La noción popularizada en la gente de clase media norteamericana era que las inversiones en acciones en las bolsas de comercio producían grandes ganancias por un crecimiento económico que parecía interminable. Innumerables familias obtuvieron préstamos bancarios para disponer de capital para invertir en acciones bursátiles. Casi nadie advertía que ese crecimiento especulativo era una burbuja que tenía que reventar.

Cuando reventó aquella burbuja sin base sólida, la gente se encontró con que las acciones no aumentaban de valor. Además, se desvalorizaban fuertemente. Los inversionistas perdían su dinero y en la mayoría de los casos no podían pagar los préstamos. Así, muchos bancos se encontraron con que ya no tenían en sus bóvedas los depósitos en dinero de sus clientes, que habían sido prestados a terceros que no podían pagar. Ello provocó pánico en los depositantes que se precipitaron a retirar sus fondos y el resultado fue una seguidilla de quiebras bancarias y la pérdida irremediable de los ahorros de millones de familias de clase media. Básicamente, esa fue la famosa “Crisis de los años 20”, que duró hasta 1932 y repercutió en todas las economías del resto del mundo. 

La única manera en que el Gobierno de EE.UU. logró superar aquella crisis fue la elaborada por Franklin D. Roosevelt, siguiendo los planteamientos de socialismo democrático del economista John Keynes, en lo que Roosevelt llamó el New Deal (el Nuevo Contrato Social), que establecía una fuerte intervención del Estado para planificar y regular la actividad económica.

Franklin Delano Roosevelt

Dinero inventado

Según el New Deal, el Estado puede emitir mucho dinero sin respaldo real en el momento y sin que se produzca inflación. Ello, porque una gran emisión de dinero, basada en una planificación racional del uso que se hará del mismo, tendrá por efecto hacer posibles nuevos y vigorosos procesos de producción de bienes y servicios, activando los mercados y generando puestos de trabajo. O sea, ese dinero “inventado” artificialmente por el gobierno, genera por sí mismo el respaldo real que inicialmente no tenía.

Pero ello exige que el dinero “creado” responda a un cálculo riguroso y una planificación realista del uso que se le dé. Si se “inventa” o “crea” dinero más allá de lo indispensable para su inversión sobre recursos físicos y capacidades de trabajo disponibles, el resultado será una inflación ruinosa.

Aplicando esa política de intervención estatal en la economía, Roosevelt logró superar velozmente la crisis. De hecho, ese mismo concepto fue aplicado en toda Europa, y tuvo por efecto la recuperación casi explosiva de la economía de países que habían quedado arrasados por la guerra. En Alemania, que había sufrido una inflación superior al 4 millones por ciento, la planificación de la economía permitió en sólo dos años restablecer el valor monetario del marco y recuperar su capacidad de producción industrial y su estatus de gran potencia (que infortunadamente luego aprovechó el nazismo).

Después de la Segunda Guerra Mundial, en todo el mundo desarrollado, y especialmente en Europa, se mantuvo la planificación y la regulación de la economía por el Estado, incluyendo un severo sistema tributario progresivo, que aumentaba la tasa de impuestos que debían pagar las personas y las empresas en proporción a sus ganancias. Como efecto colateral de esa política económica, se produjo el llamado “Estado de Bienestar” que se expresaba en grandes recursos para programas sociales.

Sin embargo, tras  el fin de la Guerra Fría, se inició una arremetida intensa en contra de la intervención estatal en la actividad económica, se estableció con fuerza el concepto de que las empresas son “personas” y como tales tienen derechos inalienables. Y, puesto que esas “personas” son enormes sociedades anónimas transnacionales que disponen de gigantescas sumas de dinero para respaldar sus gestiones, hacer lobby en los gobiernos y contratar las mejores asesorías jurídicas, finalmente terminan ellas ejerciendo derechos y privilegios que son superiores a los derechos humanos de los ciudadanos. Había resucitado la economía salvaje, con el nombre de “neoliberalismo”.

Los globalismos en colisión

El fenómeno “neoliberal” se impuso mudialmente y su efecto inmediato fue un alucinante aumento de la riqueza financiera. Una riqueza en dinero que iba perdiendo progresivamente su relación con la economía real, basada en la producción de bienes y servicios. Asimismo, la concentración de riqueza monetaria en las enormes corporaciones o sociedades anónimas –que son transnacionales aunque sus oficinas aparezcan en EE.UU. u otro país–, llevó a la creación de instituciones y mecanismos de control del tráfico del dinero en operaciones comerciales.

Pero, en términos reales, desde la implantación del neoliberalismo hasta ahora, la economía mundial se ha tambaleado, yendo de una crisis tras otra, y en la realidad el éxito que tuvieron las naciones desarrolladas con la aplicación del New Deal, ya desapareció.

Los economistas ganadores del Premio Nobel, casi por unanimidad, coinciden hoy en que se perfila una nueva y catastrófica crisis económica mundial. Las principales economías del mundo occidental, EE.UU., Europa y Japón, están teniendo un crecimiento ínfimo, bordeando la recesión.

“Los economistas ganadores del Premio Nobel, casi por unanimidad, coinciden hoy en que se perfila una nueva y catastrófica crisis económica mundial”

El miedo a la pobreza

Después de la crisis de 2010, Europa, que había llegado hasta casi un 40% del mercado mundial para sus exportaciones de bienes concretos, cayó a tener sólo un 15%. Y de ese 15%, EE.UU. es el único mercado que le deja un balance comercial positivo del 7.1%. Compra algo más de 446 mil millones de euros, dejándoles a los europeos una ganancia neta de más de 155 mil millones anuales.

Con China, Rusia, la India y Japón, Europa exporta con déficit. Es decir, en  su realidad actual, Europa es incapaz de rebelarse ante las demandas de EE.UU., arriesgando que Washington les imponga sanciones comerciales. De ahí que 15 de los 50 países de la Unión Europea se hayan apresurado a reconocer a Juan Guaidó como “presidente encargado” de Venezuela, sin tener ni el más mínimo fundamento jurídico para ello.

Y lo mismo ocurre con la incapacidad de desobedecer las sanciones de Washington contra Irán, Rusia y Siria. Y que Alemania haya tenido que negociar pactos secretos con Francia y Suecia para la aprobación del gasoducto North Stream 2, que duplicará el abastecimiento de gas natural ruso, a un precio 25% más bajo que el gas ofrecido por EE.UU.

Pero no se trata solo de Europa. Arabia Saudita, emporcada por el bestial asesinato del periodista Jamal Khashoggi, del Washington Post de EE.UU., no sólo ha logrado que el asunto ya no sea tocado y entre en proceso de olvido. Además, ha logrado que el presidente Trump haya resuelto entregarles información, ayuda técnica e instalaciones para que la monarquía de ese país pueda instalar una planta nuclear generadora de electricidad y con capacidad de producir uranio enriquecido.

En la pobreza, hay que avivarse

Arabia Saudita ya le advirtió a Washington que, si no le aprueban la instalación de una central atómica, le solicitará a Rusia la tecnología y el equipamiento necesario. Asimismo, el príncipe heredero Bin Salmán, implicado en el asesinato de Khashoggi, acaba de viajar a la India, a Pakistán y a la China, llevando inversiones del orden de los 150 mil millones de dólares para proyectos de colaboración. Recordemos que la India ya desafió a Washington, manteniendo sus compras de petróleo a Irán, y las compras de aviones de combate y buques de guerra a Rusia, junto con la construcción de seis centrales atómicas generadoras de electricidad.

Es decir, Arabia Saudita, nadando en sus petrodólares, está en condiciones de desafiar a EE.UU. y presentarse como una potencia financiera “no alineada”, dispuesta a entenderse amigablemente con Rusia y con China, y también con la India y Pakistán, dos potencias con armamento nuclear que en estos momentos parecen al borde de la guerra.

Y, en relación a Venezuela, el presidente Vladimir Putin le anunció a Donald Trump: “Si alguien quiere reeditar la Crisis de los Misiles, no tengo inconveniente en ello. Si instala misiles en Europa, yo los instalaré en el Atlántico”.

En ese Océano Atlántico, donde la petrolera Exxon quiere adueñarse del fondo marítimo venezolano en la desembocadura del Orinoco. ¿Se producirá en Venezuela el desenlace?



Juan José Peralta Ibáñez
Fotógrafo documentalista, fotoperiodismo, naturaleza, video, música

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