Mujeres

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Por Alejo A. Brignole

Para desgracia de las mujeres y vergüenza de los varones, a lo largo de la historia el lado femenino siempre se ha llevado la peor parte, la más cruel y oscura.

En lo personal, creo que la igualdad entre los sexos es un artificio y una politización, por cuanto ambos −hombres y mujeres− somos diferentes y complementarios. Es decir, los unos nos realizamos genéricamente en el otro. Un hombre lo es, en tanto existe una mujer que lo define como tal. De igual manera, una mujer es una persona de sexo femenino por cuanto existe un género masculino. Somos iguales personas, de la misma naturaleza y dignidad, e idénticos derechos, pero la igualdad, desde una perspectiva científica y ontológica es un forzamiento filosófico. Un invento, en rigor.

Desde esa misma perspectiva ontológica, es decir desde el estudio del ser y la relación entre las entidades, podemos afirmar que el hombre es tal porque existe una mujer. Y lo contrario. Ello no significa que una mujer sin hombre no pueda realizarse como ser humano pleno, y viceversa. Una mujer puede realizarse junto a otra mujer y un hombre con un compañero del mismo sexo. O incluso solos. Aclarémoslo.

También la cuestión de los géneros es hoy un concepto líquido, en tanto hay personas transgénero. Ello significa que van más allá de su género otorgado al momento del nacimiento o lo que dicta su documentación cívica. Pero eso sería tema para otro texto diferente a éste.

La idea preponderante durante siglos fue que la mujer no podía aspirar a una realización plena si no es como madre y esposa, lo cual constituye una subordinación sexista en toda regla. Tampoco vamos a negar que pocas cosas –o ninguna− son tan maravillosas como concebir un hijo y dar amor de madre, pero precisamente esta singularidad basada en la belleza de un acto fundamental ha servido de candado, de argumento aparentemente sólido para mantener a la mujer en el estricto ámbito de su naturaleza biológica.

Por otra parte, son estas diversas naturalezas biológicas las que nos hacen distintos y complementarios. Antes de continuar, no podemos dejar de señalar –por pura prevención ante al fantasma del machismo que pudiera sobrevolar este texto– que esta afirmación sobre el rol complementario de los géneros está muy alejada del famoso Teorema de los Complementos establecida en el siglo XVIII por Jean-Jacques Rousseau, ese gran pensador francés y autor de El Contrato Social.

Rousseau fue quizás el más influyente filósofo de la Ilustración y además de escribir su celebrado y discutido Contrato Social, de su puño salió en 1762 un libro titulado Emilio, en donde describe la educación ideal que debería recibir un varón desde una hipotética concepción naturalista y culturalmente incontaminada, para enfrentarse con éxito y autorrealización a los corrompidos postulados de la sociedad burguesa.
Ese texto, que ha sido considerado por algunos como el primer tratado de filosofía pedagógica de Occidente, está compuesto por cinco capítulos o Libros. Los tres primeros versan sobre la educación en la infancia de ese varón llamado Emilio. El cuarto capítulo explica su adolescencia y el último habla sobre la educación de Sofía, la mujer que ha de ser formada como la compañera ideal para Emilio.

Si bien Rousseau —un ilustrado que introdujo importantes nuevas concepciones en la filosofía antropológica y política— le confiere al sexo femenino el derecho de la plena educación, en realidad no revoluciona las ideas imperantes sobre la mujer en cuanto a su estatus y a la necesidad de integrarla plenamente. Cuestión que siempre fue restringida y manipulada por la cultura androcéntrica. Es decir, por los varones. No obstante, podríamos afirmar que Rousseau destaca de entre muchos autores y otras vertientes, por cuanto defiende un rol femenino más inserto en la vida cultural y social.

Pero leyendo con atención sus textos y meditándolos un poco, surge la inevitable realidad, el verdadero espíritu que impregna su pensamiento en esta cuestión de los géneros, pues a la mujer le asigna un rol complementario como satélite del esposo, esto es, de implícita sumisión. En el libro V titulado Adultez, matrimonio, familia y educación de las mujeres, Rousseau concluye que la mujer debe ser educada fundamentalmente para el placer y el gozo, dejando las cuestiones más metafísicas –las artes, la filosofía y las ciencias– al ámbito masculino.

Supongo que no escapa a esto que Rousseau fuese un filósofo varón y por tanto atrapado en una óptica vertical y genérica, como la de casi todos los varones de su época. En este sentido, la carga cultural y social que arrastraba Rousseau superó al filósofo que llevaba dentro, por cuanto éste último no pudo apartarse de la influencia verticalista de su sociedad que colocaba a la mujer en un plano inferior.

El pensador francés contribuyó además de manera (¿intencionada?) a nutrir esa sostenida creencia ancestral, falsa y ciertamente infame, que otorga a la mujer un espacio vital asignado por su propia naturaleza. O mejor dicho, por la interpretación que hacen los varones de la naturaleza femenina: el espacio doméstico.

También Rousseau atribuye a ambos géneros características antropológicas diversas y expone que al varón le son propias las facultades de la abstracción y el discernimiento. Es decir, de la razón. A la mujer en cambio, le serían propias aptitudes más pragmáticas, necesarias para la resolución de cuestiones inmediatas y cotidianas. De esta manera, Rousseau otorga al varón una inclinación natural vinculada a la finalidad última de las cosas, y por tanto trascendente, mientras que a la mujer le correspondería el ámbito de la instrumentalización, la administración de los medios para obtener los fines, lo cual la ubica en una situación de tipo inmanente.

Para exponerlo con un ejemplo claro y acaso simple, podríamos decir que —según Rousseau— si el hombre está capacitado para pensar y escribir un libro, la mujer lo estaría para sostener esa escritura mediante las cuestiones más prosaicas de la tarea (en el siglo XVIII estas tareas serían limpiar el escritorio, poner velas en el candelabro o cargar con tinta el tintero para que el autor pueda desarrollar sus ideas).

Para Rousseau, la mujer no está naturalmente capacitada para proyectarse, pero sí muy dotada para organizar y ayudar a que el varón lo haga. Aquella famosa frase que reza “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”, sintetiza magistralmente el esquema rousseauniano de los géneros.

Si la frase fuera filosóficamente aceptable, significaría que si un hombre buscó los fines, es decir la consecución de una idea para llegar a un resultado; siempre hubo una mujer administrando los recursos, los instrumentos y los medios para alcanzar esa realización superior, que –según Rousseau− forma parte constitutiva de la naturaleza masculina.

Jean-Jacques Rousseau no afirmaba explícitamente la inferioridad femenina, pero el sistema de ideas que exhibe conduce a esa conclusión. No en vano muchas intelectuales activistas de las corrientes feministas de su época como Olympe de Gouges y otras del siglo XX, han calificado, con razón, que Rousseau fue un auténtico y quizás involuntario enemigo de la liberalización femenina. Con su miopía filosófica en el campo de la antropología de los géneros, de alguna manera Rousseau ha ayudado a mantener el statu quo de la supremacía masculina por mucho más tiempo. La Ilustración del siglo XVIII pudo haber sido un gran paso. Una oportunidad de cambio social para la mujer pero no fue así, debido en parte a que los máximos pensadores de ese siglo de reformas y cambios sustanciales no supieron abstraerse de los prejuicios y parcialidades que portaban sus ideas, como una ponzoña contaminante. Los pensamientos más amplios y aperturistas para las mujeres debieron esperar aún más de un siglo para buscar su auténtico lugar en la sociedad civilizada.

Juan José Peralta Ibáñez
Fotógrafo documentalista, fotoperiodismo, naturaleza, video, música

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