Poco duró el viento que trajo de vuelta a las derechas en el continente. América Latina atraviesa un momento que desmiente el relato triunfal de la derecha regional. Allí donde gobiernos conservadores prometieron “orden”, “estabilidad” y “confianza de los mercados”, hoy emergen revueltas populares, crisis de gobernabilidad y rechazo social. Bolivia, Argentina y Ecuador son expresiones distintas de un mismo fenómeno: planes de ajuste impuestos desde arriba que chocan con sociedades y pueblos cansados de pagar crisis que no provocaron.
En Bolivia, el intento de recomponer un modelo neoliberal por la vía institucional y judicial se ha topado con una memoria popular viva. El pueblo boliviano no olvida que el ajuste, la represión y la entrega de recursos estratégicos al capital transnacional ya fueron ensayados, y derrotados, en el pasado reciente. Las tensiones sociales actuales revelan que sin legitimidad popular no hay estabilidad posible, y que cualquier proyecto que ignore la centralidad indígena, popular y territorial está condenado al conflicto permanente y al fracaso.
En Argentina, el experimento de ultraderecha encabezado por Javier Milei muestra su verdadero rostro: shock económico, licuación de salarios, recorte brutal del gasto social y una ofensiva cultural contra derechos conquistados. El resultado no ha sido prosperidad, sino empobrecimiento acelerado, protestas masivas y un deterioro institucional evidente. La motosierra nunca tocó los privilegios de ninguna casta: cortó las jubilaciones, la salud, la educación y trabajo, en un marco de graves acusaciones de corrupción que tocan a la familia presidencial y de una persecución implacable a todos sus adversarios. Y frente a eso, la calle vuelve a ser el escenario donde el pueblo marca los límites.
El caso de Ecuador es igualmente ilustrativo. El gobierno del banquero Daniel Noboa, incapaz de resolver la crisis social, optó por militarizar el conflicto, decretar estados de excepción y restringir derechos ante el rechazo popular a la eliminación del subsidio a los combustibles y al avance del extractivismo. La historia es conocida: cuando la única respuesta al malestar es la fuerza queda claro que el problema no es de seguridad, sino de modelo económico. La represión no reemplaza al consenso, ni a la voluntad de las mayorías; solo posterga y profundiza la crisis.
Estos procesos expresan el rápido agotamiento del proyecto neoliberal en su versión autoritaria, que necesita cada vez más coerción y la instalación del miedo como el poder detrás del poder, porque ya no puede ofrecer bienestar y no tiene nada que ofrecer a los pueblos, excepto migajas.
La derecha latinoamericana, en cualquiera de sus versiones, gobierna para los mercados, nunca para los pueblos. Y eso, en sociedades marcadas por la desigualdad es una fórmula inestable por definición. La gran duda es si la izquierda se volverá pueblo nuevamente y dejara atrás su vergüenza ideológica y de clase y se atreverá, esta vez, a realizar las transformaciones que prometió para no seguir de nuevo el mismo camino de la novedad ultraderechista.
Chile no está al margen de este ciclo. Aunque el neoliberalismo aquí se vista de institucionalidad y moderación, las tensiones de fondo son las mismas: salarios insuficientes, endeudamiento crónico, servicios básicos y derechos sociales privatizados, precarización del trabajo y una democracia limitada por el poder económico que corrompe todo a su paso.
Lo que ocurre en la Región es una advertencia: si la derecha vuelve a gobernar con recetas de ajuste, disciplinamiento social y retroceso de derechos, el conflicto será inevitable. La historia reciente ya lo demostró.
La pregunta que se abre para Chile no es si habrá conflicto, porque resulta evidente que ante el aviso de recortes, despidos masivos, quita de derechos adquiridos y vía libre e impunidad para quienes violen los Derechos Humanos, la conflictividad ira en aumento. La pregunta que se abre, entonces, es qué proyecto político será capaz de canalizar el malestar hacia una salida democrática y popular y que rol jugara en él la izquierda.
América Latina enseña que los pueblos no aceptan indefinidamente gobiernos que gobiernan contra ellos. Y también enseña algo más profundo: cuando la política se divorcia de la vida real de las mayorías la calle vuelve a ocupar el lugar que las instituciones abandonan.
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Daniel Jadue Chileno, político







