El rol de las Fuerzas Armadas en Bolivia

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No cabe duda que las Fuerzas Armadas en Bolivia fueron actores primordiales en el golpe de Estado suscitado el 10 de noviembre de 2019 contra el gobierno de Evo Morales, tanto en su largo proceso de preparación como en su consumación. Lo que demuestra que el gobierno de Morales, con su impronta nacionalista y antiimperialista, fue incapaz de transformar la institución castrense, manteniéndose, tras bambalinas, su otrora estructura conservadora, reaccionaria y golpista, que la caracterizó durante gran parte del siglo XX. En aquel noviembre, la institución hizo prevalecer su histórico pragmatismo, consistente en el sutil aprovechamiento de la coyuntura, anteponiendo sus intereses corporativos y personales a los de la patria, a la que, cual ironía del destino, juran defender.

Su activa participación en el golpe perpetrado contra un gobierno legítimamente elegido, planificado por actores e intereses externos (Estados Unidos y sus agencias) e internos (comités cívicos, empresarios y partidos políticos de derecha), puede leerse, de manera sucinta, a través de dos constataciones y un dilema, todas ellos relacionados directamente con la amenaza o el quiebre del sistema democrático.

La primera constatación da cuenta de la existencia de unas Fuerzas Armadas que gozan de una preocupante “autonomía política”, lo que las convirtió en actor relevante en el quiebre constitucional de fines de 2019. Tres hechos lo grafican de manera precisa: a) Su resistencia a salir a las calles para proteger al Gobierno y contener el conflicto protagonizado por actores políticos, cívicos y sociales generado por la denuncia de fraude; b) La carta abierta leída por el comandante de las Fuerzas Armadas, general Williams Kaliman, al presidente constitucional, “sugiriendo” su renuncia, dando con esto la estocada final al golpe; y c) Su inmediata e interesada adhesión/subordinación al gobierno de facto, simbólicamente reflejado en la imposición de la banda presidencial a la nueva presidenta, a lo que se sumó su rauda presencia en las calles para reprimir a los movimientos sociales de carácter popular, que pedían el retorno a la institucionalidad democrática. Quedará marcada en la historia su activa participación en el proceso postgolpe, convirtiéndose en protagonistas (amparados por el DS 4078) de la masacre de más de una treintena de ciudadanos y cientos de heridos.

La segunda constatación muestra unas Fuerzas Armadas que no dudan en ejercer un “poder político” incompatible con los principios democráticos de subordinación al poder civil. El mismo que se demostró ampliamente en el periodo inmediato al golpe, donde su actuación pasó de la represión a la pacificación armada, caracterizándose en el proceso por: a) Acceso a amplios recursos económicos de libre disponibilidad a través de decretos supremos (por ejemplo, el DS 4082, que asignó a los militares 34.7 millones de bolivianos para equipamiento), que dio lugar a una serie de denuncias sobre la transparencia y destino final de los fondos; b) El ascenso a generales por decreto, contraviniendo la norma constitucional. Reflejo de los altos márgenes de discrecionalidad y poder de la institución armada, o por lo menos de sus jerarquías, situación que llegó al extremo de que los aspirantes a generales se atrevieron a dar un ultimátum a la propia Asamblea Legislativa; finalmente, pero no de manera conclusiva, c) Las graves denuncias de corrupción que envolvieron al Ministro de Defensa y las Fuerzas Armadas, y que tuvieron como hechos paradigmáticos la compra de equipos antidisturbios y fructíferos operativos de contrabando.

En medio de toda esta panoplia golpista, se desató la emergencia sanitaria provocada por el Covid-19, que propició “oportunamente”, dentro el esquema represivo del gobierno de facto, la militarización de las calles, que sumado a una gestión deficiente de la pandemia supuso la implantación de una política sanitaria donde el miedo y la violencia reemplazaron a la prevención y el cuidado. A tal precariedad del manejo sanitario se llegó que, en una oportunidad, el propio Ministerio de Salud fue encabezado por el entonces Ministro de Defensa.

Ante estas dos constataciones, la de la autonomía y el poder político de las Fuerzas Armadas, surge un dilema de orden democrático. Si las relaciones civiles militares a grosso modo significan “la subordinación militar a la autoridad democráticamente constituida”; en Bolivia, el gobierno de facto echó por tierra 37 años de construcción democrática. En este corto periodo de tiempo se constató que la institución militar se sigue manejando bajo cánones coloniales, caracterizados por el racismo institucional y una arraigada dependencia externa. Asimismo, se confirmó la permanencia de un anacrónico rol de tutelaje del Estado, y peor aún, una potencial carga golpista; lo que sumado a su precariedad institucional en materia tecnológica, educativa y doctrinal, la convierte en una peligrosa espada de Damocles en la espalda de la democracia boliviana. Lo que obliga a hacernos la siguiente pregunta: ¿qué está haciendo el nuevo gobierno de Luis Arce, tras su abrumadora victoria electoral, para empezar a revertir la dimensión de la amenaza militar?

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Loreta Telleria Escobar Cientista política y economista, Master en Estudios Sociales y Políticos latinoamericanos

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