¿El infierno existe?

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Por Frei Betto

En tiempos de intolerancia religiosa, tocar determinados temas resulta polémico. Eso es lo que provoca el teólogo estadounidense David Bentley Hart, de la Iglesia Ortodoxa, autor de That All Shall Be Saved («Que todos sean salvos»), en el que defiende la tesis de que del otro lado de la vida no existe el castigo eterno. Dios, en su amor misericordioso, les dará a todos los pecadores una amnistía amplia, general e irrestricta. En cuanto a los pasajes bíblicos que hablan sobre el castigo que sufrirán los malos, Hart afirma que son un abordaje metafórico.

Esta tesis tiene incómodos a los cristianos fundamentalistas que, en nombre de Jesús, condenan a las profundidades del infierno a todos los que no concuerdan con sus ideas. Ni siquiera se percatan de que, al hacerlo, se revisten de tal arrogancia que pretenden colocarse en el lugar de Dios.

Tiene incómodos también a quienes necesitan evocar continuamente al demonio para inculcarles a los fieles el arma de sujeción más sutil y eficiente: el miedo. Si  no hay infierno, no hay demonios, excepto los que aquí, en este mundo, condenan al infierno a quienes no rezan según su cartilla al bombardear la libertad de expresión, incendiar centros de candomblé, desdeñar imágenes católicas y pronunciar en vano el Santo Nombre de Dios para hacer politiquería.

La creencia en que después de esta vida habría para algunos un lugar de tormento aparece también en las tradiciones religiosas hindúes, babilónicas, egipcias, germánicas, finlandesas y japonesas. En el Primer Testamento se denomina a ese lugar sheol, “la región de los muertos”. En la mitología griega, esa región esa gobernada por Hades, quien fascinado por la lira de Orfeo, le permitió recatar a Eurídice del mundo inferior.

Hasta la Edad Media primitiva, el “mundo inferior” significaba el reino de los muertos. Fue solo a partir de la escolástica, en el siglo XIII, que el territorio  de los muertos se repartió entre el cielo, el purgatorio y el infierno. Y un cuarto lugar, el limbo, para quienes murieron sin ser bautizados. Pero el limbo fue abolido por el Papa Benedicto XVI.

«La creencia en que después de esta vida habría para algunos un lugar de tormento aparece también en las tradiciones religiosas hindúes, babilónicas, egipcias, germánicas, finlandesas y japonesas»

En mi infancia, el credo católico profesaba que al tercer día Jesús “descendió a los infiernos”. El Concilio Vaticano II cambió la fórmula a “descendió a la mansión de los muertos”.

¿Mera modificación lingüística? En realidad, hubo un cambio de significado. Ahora el Credo no expresa que Jesús fue al infierno, un lugar donde los pecadores padecían eternamente, sino que murió, salió de esta vida hacia el territorio de los muertos, y desde allí resucitó.

Otra explicación teológica es que Jesús, ante de resucitar, fue “a la mansión de los muertos” para clausurarla, de modo que todos los que se encontraban allí pasaran a disfrutar, por toda la eternidad, del amor infinito de Dios.

En el Nuevo Testamento, solo en la Primera Carta de Pedro (3,18-20) se dice que, tras la resurrección, Cristo “proclamó su victoria incluso a los espíritus encarcelados que antiguamente fueran rebeldes”.

Hart critica a los teólogos que defienden el infierno eterno, como Agustín (354-430), Tomás de Aquino (1225-1274) y el reformador protestante Juan Calvino (1509-1564), y rescata teologías como las de Basilio de Cesárea (330-379), Gregorio de Niza (335-395) e Isaac de Nínive (613-700), que defienden la idea de la reconciliación universal con Dios.

En Los hermanos Karamazov, Dostoievski define el infierno como “el sufrimiento de ya no poder amar”. Lo que queda muy bien retratado en la siguiente parábola china: había millares de personas hambrientas alrededor de una montaña de arroz humeante. Todos llevaban en las manos palitos de bambú de un metro de largo. Tenían hambre, tenían cubiertos, pero no lograban llevarse el alimento a la boca. Eso es el infierno.

Había millares de chinos hambrientos alrededor de una montaña de arroz humeante. Todos llevaban en las manos palitos de bambú de un metro de largo. Tenían hambre, tenían cubiertos, y uno le alcanzaba el alimento a la boca del otro. Eso es el cielo.

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Frei Betto Fraile dominico, teólogo y escritor

Cortesía de https://www.freibetto.org/

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